Aquest és el text guanyador de la primera edició del Concurs de Relats de Viatges 'Milcamins' organitzat pel bloc del mateix nom que impulsa la Mercè Salomó.
El Jurado, compuesto por Joan Sol, periodista, Lola Mariné, escritora, y Eduardo Otero, ingeniero y experto viajero, ha otorgado el premio al relato 'Noche de jueves en Aqaba' de Xavier Traïd i Gàllego.
Noche de jueves en Aqaba
Dos personas pueden hacer juntas un mismo viaje y, sin embargo, de regreso a casa tener la sensación de haber vivido experiencias totalmente diferentes, de no haber estado en el mismo sitio. Un viaje, ya lo escribió alguien hace tiempo, para que pueda llamarse así ha de significar ir de un lugar a otro y volver diferente. No obstante, ese cambio nunca es el mismo para nadie; depende del poso cultural de cada uno. Quiero creer que tota la expedición a Jordania volvió diferente de aquel viaje. Al menos en algún sentido. Lo digo porque hay que estar muy desconectado del mundo para contemplar un símbolo de la historia contemporánea como son los Altos del Golán, aunque sea desde la seguridad de la ruinas de Umm Qais, y no estremecerse. Y, francamente, es mejor quedarse en casa antes que no ser capaz de sentirse privilegiado estando de madrugada, estirado sobre un camastro, contemplando el cielo imposible de Wadi Rum acompañado de las conversaciones, apenas susurros envolventes, de los beduinos, y con el regusto en la boca del penúltimo té de la noche. Era ese el mismo cielo, pensaba yo, que debió observar en tantas ocasiones el coronel Thomas Edward Lawrence mientras dirigía a las tribus árabes contra los otomanos allá por el 1917. Son sólo dos ejemplos, pero conocer todo esto en primera persona, como digo, debería cambiarnos de algún modo. Se supone que para mejor.
La historia, y también el periodismo. Cada uno tiene sus motivos para preparar una libreta de notas, limpiar los objetivos de la Nikon, colgarse una mochila a la espalda y subirse a un avión hacia algún lugar polvoriento y cargado de magia. Ir de A a B y pedir a los dioses que lo que vayamos a vivir sea lo bastante grande como para no olvidarlo mientras duren nuestras vidas, que nunca se sabe.
A mi me llevaron a Jordania el pisar por primera vez el Oriente próximo, diría yo que una asignatura obligatoria para cualquier periodista al menos para intentar entender lo que se cuece por allí. También la pasión por el desierto después de haber acampado en el Sáhara, en Death valley o en Anza Borrego. Y también, o quizá sobretodo, por la exaltación con que mi hija me hablaba de Petra después de su viaje. No pasa nada porque los hijos se nos adelanten en nuestros sueños. Así pueden ser la cosas y así han sido en mi caso, y mejor asumirlo con orgullo que no con un estúpido sentimiento de superioridad herida.
Pero aún tenía otro motivo muy íntimo para volar hasta Jordania, sólo que este no lo comprendí hasta que lo tuve delante. No hay viaje al reino de Abdullah y Rania que no contemple una visita a Aqaba, una ciudad que a parte de su ciertamente convulsa historia –des de los tiempos de Salomón, cuando se llamaba Ayla, hasta lo del bueno de Lawrence, pasando por los romanos y esos tipos, los mamelucos-, tiene como gran atractivo turístico la costa del mar Rojo. No son playas donde uno dure mucho bronceándose a no ser que se lleve una crema de factor 300 ya que ese sol se merienda a las pieles más curtidas. Pero una vez dentro del agua, o mejor, debajo de ella, la cosa cambia. Uno se encuentra bajo esa luz salvaje, la misma que castiga el desierto, pero buceando entre corales y algas –al lugar lo llaman Japanese garden-, acompañado de todos esos peces: globo, payaso, ángel, escorpión…
Después de un largo día de buceo a una temperatura de superficie de cuarenta grados, pocas cosas apetecen más que una buena ducha en el hotel y una cena a base de verduras frías y ensaladas, y eso en Jordania lo saben preparar muy bien. La noche invitaba a recorrer las calles y allá fuimos los indómitos nabateos: Xavier, Rosa, Joan y yo mismo. Hacía horas que era oscuro y sin embargo parecía hora punta por la cantidad de gente y de tráfico que había por todas partes. También es verdad que era la única hora en que se podía pasear confortablemente sin que el calor nos fundiera los sesos. Como habíamos hecho antes en Ammán, anduvimos recorriendo pequeñas tiendas abarrotadas de productos. Dentro del desorden aparente, parecía que se podía encontrar de todo: ropas, frutas, aparatos electrónicos, las tradicionales kefias y hasta camisetas deportivas. Atención con esto porqué parece que los jordanos han llevado a su tierra el yin y el yang futbolístico que se vive en España. Allá se es del Barça o del Real Madrid, y se es con pasión una cosa o la otra, de manera que en cuanto saben que el turista es español le preguntan por su filiación futbolística y la expresión de la cara refleja complicidad o rechazo según sea la respuesta. Recuerdo un hombre negro, mayor ya, que leía pacientemente el Jordan Times sentado en una silla en la oficina de Arab Divers mientras yo esperaba mi equipo de inmersión aquella misma mañana. Al enterarse de que yo venia de Barcelona me justificó en un inglés pausado que Guardiola triunfaría como entrenador del equipo por su trayectoria como jugador y como entrenador del Barça B. ¡Ese hombre sabía cosas de Pep que yo desconocía! Pues bien, esa misma dualidad Real Madrid Vs Barça aparece, como es lógico, en las tiendas donde se venden las camisetas. Eso sí, en el escudo del Barça se cambia la cruz de San Jorge por una raya roja vertical u horizontal. Hay que comprenderlo: esa cruz trae malos recuerdos en las tierras de Saladino.
Pero volvamos a aquella noche porqué después de visitar los mercadillos nos acercamos a la playa buscando un lugar donde tomar un té antes de volver al hotel. Encontramos un espacio de tierra batida cubierto con una estructura de aluminio de donde colgaban luces fluorescentes, y tapada con rafia negra que protegería el espacio del sol durante el día. Las mesas y las sillas eran de plástico y, algunas, tenían la patas metidas en el agua del mar Rojo, donde rompían olas muy débiles. Niños en bañador y con flotadores jugaban en esa orilla mientras los mayores, muchas de ellas mujeres en animada conversación, bebían té y algunos hombres fumaban en argilas. Era jueves, víspera de festivo para los árabes, y esa era la clase de ambiente que se respiraba: el relax anterior al fin de semana. Al otro lado del Golfo de Aqaba, casi a tiro de piedra, se veían las luces de los hoteles de la playa de Eilat, ya en Israel. Pensé que, siguiendo la otra orilla hacia el sur, llegaría enseguida a Egipto, mientras que siguiendo en la misma dirección por la playa donde me encontraba, no tardaría en llegar hasta Arabia Saudí.
Y así fue como me encontré recordando cosas aprendidas siendo muy pequeño. Vi la imagen de mi padre trayéndome aquellos libros de Tintín con el lomo de tela, que era de color diferente en cada volumen. Ahí estaba otra vez el niño que fui, devorando todas aquellas aventuras en tantos escenarios. Pero aquella era, sobretodo, la noche de ‘Stock de Coque’, el libro en el que Hergé hizo llegar a caballo a Tintín y al capitán Haddock a Petra treinta años antes de que Spielberg hiciera lo mismo con su Indiana Jones. Lo del libro no era Jordania –ni siquiera la Transjordania que fue hasta 1950- sino un país imaginario, el Khemed, con capital en una tal Wadesdah, pero eso era lo de menos. Lo de más era el malvado Allan amenazando al capitán Haddock con echarlo al agua des de la cubierta del mercante ‘Ramona’ recordándole que estaban en un mar Rojo donde ‘no faltan los tiburones’, el mismo mar Rojo donde chapoteaban aquellos niños delante mío. Era el ataque de los ‘Mosquitos’ mercenarios sobre el sambuk en el que los protagonistas querían llegar a La Meca para luchar contra los traficantes de esclavos y, como siempre, el regreso feliz al castillo de Moulinsart después del éxito de una nueva aventura.
El resto del grupo nabateo charlaba animadamente, pero yo apenas los escuchaba. Miraba las luces de Eilat y recordaba cómo deseaba de pequeño pisar los escenarios de las aventuras que leía en los libros de Tintín, y en el hecho de que era eso, justamente, lo que estaba haciendo aquella noche. Se lo debía a aquel niño que se llamaba como yo, y creo que de algún modo también a mi padre. Y ajustar las cuentas con ellos me hizo inmensamente feliz.
Quiero creer que tota la expedición a Jordania volvió diferente de aquel viaje. Al menos en algún sentido. Lo digo porque hay que estar muy desconectado del mundo para contemplar un símbolo de la historia contemporánea como son los Altos del Golán, aunque sea desde la seguridad de la ruinas de Umm Qais, y no estremecerse. Y, francamente, es mejor quedarse en casa antes que no ser capaz de sentirse privilegiado estando de madrugada, estirado sobre un camastro, contemplando el cielo imposible de Wadi Rum acompañado de las conversaciones, apenas susurros envolventes, de los beduinos, y con el regusto en la boca del penúltimo té de la noche. Era ese el mismo cielo, pensaba yo, que debió observar en tantas ocasiones el coronel Thomas Edward Lawrence mientras dirigía a las tribus árabes contra los otomanos allá por el 1917. Son sólo dos ejemplos, pero conocer todo esto en primera persona, como digo, debería cambiarnos de algún modo. Se supone que para mejor.
La historia, y también el periodismo. Cada uno tiene sus motivos para preparar una libreta de notas, limpiar los objetivos de la Nikon, colgarse una mochila a la espalda y subirse a un avión hacia algún lugar polvoriento y cargado de magia. Ir de A a B y pedir a los dioses que lo que vayamos a vivir sea lo bastante grande como para no olvidarlo mientras duren nuestras vidas, que nunca se sabe.
A mi me llevaron a Jordania el pisar por primera vez el Oriente próximo, diría yo que una asignatura obligatoria para cualquier periodista al menos para intentar entender lo que se cuece por allí. También la pasión por el desierto después de haber acampado en el Sáhara, en Death valley o en Anza Borrego. Y también, o quizá sobretodo, por la exaltación con que mi hija me hablaba de Petra después de su viaje. No pasa nada porque los hijos se nos adelanten en nuestros sueños. Así pueden ser la cosas y así han sido en mi caso, y mejor asumirlo con orgullo que no con un estúpido sentimiento de superioridad herida.
Pero aún tenía otro motivo muy íntimo para volar hasta Jordania, sólo que este no lo comprendí hasta que lo tuve delante. No hay viaje al reino de Abdullah y Rania que no contemple una visita a Aqaba, una ciudad que a parte de su ciertamente convulsa historia –des de los tiempos de Salomón, cuando se llamaba Ayla, hasta lo del bueno de Lawrence, pasando por los romanos y esos tipos, los mamelucos-, tiene como gran atractivo turístico la costa del mar Rojo. No son playas donde uno dure mucho bronceándose a no ser que se lleve una crema de factor 300 ya que ese sol se merienda a las pieles más curtidas. Pero una vez dentro del agua, o mejor, debajo de ella, la cosa cambia. Uno se encuentra bajo esa luz salvaje, la misma que castiga el desierto, pero buceando entre corales y algas –al lugar lo llaman Japanese garden-, acompañado de todos esos peces: globo, payaso, ángel, escorpión…
Después de un largo día de buceo a una temperatura de superficie de cuarenta grados, pocas cosas apetecen más que una buena ducha en el hotel y una cena a base de verduras frías y ensaladas, y eso en Jordania lo saben preparar muy bien. La noche invitaba a recorrer las calles y allá fuimos los indómitos nabateos: Xavier, Rosa, Joan y yo mismo. Hacía horas que era oscuro y sin embargo parecía hora punta por la cantidad de gente y de tráfico que había por todas partes. También es verdad que era la única hora en que se podía pasear confortablemente sin que el calor nos fundiera los sesos. Como habíamos hecho antes en Ammán, anduvimos recorriendo pequeñas tiendas abarrotadas de productos. Dentro del desorden aparente, parecía que se podía encontrar de todo: ropas, frutas, aparatos electrónicos, las tradicionales kefias y hasta camisetas deportivas. Atención con esto porqué parece que los jordanos han llevado a su tierra el yin y el yang futbolístico que se vive en España. Allá se es del Barça o del Real Madrid, y se es con pasión una cosa o la otra, de manera que en cuanto saben que el turista es español le preguntan por su filiación futbolística y la expresión de la cara refleja complicidad o rechazo según sea la respuesta. Recuerdo un hombre negro, mayor ya, que leía pacientemente el Jordan Times sentado en una silla en la oficina de Arab Divers mientras yo esperaba mi equipo de inmersión aquella misma mañana. Al enterarse de que yo venia de Barcelona me justificó en un inglés pausado que Guardiola triunfaría como entrenador del equipo por su trayectoria como jugador y como entrenador del Barça B. ¡Ese hombre sabía cosas de Pep que yo desconocía! Pues bien, esa misma dualidad Real Madrid Vs Barça aparece, como es lógico, en las tiendas donde se venden las camisetas. Eso sí, en el escudo del Barça se cambia la cruz de San Jorge por una raya roja vertical u horizontal. Hay que comprenderlo: esa cruz trae malos recuerdos en las tierras de Saladino.
Pero volvamos a aquella noche porqué después de visitar los mercadillos nos acercamos a la playa buscando un lugar donde tomar un té antes de volver al hotel. Encontramos un espacio de tierra batida cubierto con una estructura de aluminio de donde colgaban luces fluorescentes, y tapada con rafia negra que protegería el espacio del sol durante el día. Las mesas y las sillas eran de plástico y, algunas, tenían la patas metidas en el agua del mar Rojo, donde rompían olas muy débiles. Niños en bañador y con flotadores jugaban en esa orilla mientras los mayores, muchas de ellas mujeres en animada conversación, bebían té y algunos hombres fumaban en argilas. Era jueves, víspera de festivo para los árabes, y esa era la clase de ambiente que se respiraba: el relax anterior al fin de semana. Al otro lado del Golfo de Aqaba, casi a tiro de piedra, se veían las luces de los hoteles de la playa de Eilat, ya en Israel. Pensé que, siguiendo la otra orilla hacia el sur, llegaría enseguida a Egipto, mientras que siguiendo en la misma dirección por la playa donde me encontraba, no tardaría en llegar hasta Arabia Saudí.
Y así fue como me encontré recordando cosas aprendidas siendo muy pequeño. Vi la imagen de mi padre trayéndome aquellos libros de Tintín con el lomo de tela, que era de color diferente en cada volumen. Ahí estaba otra vez el niño que fui, devorando todas aquellas aventuras en tantos escenarios. Pero aquella era, sobretodo, la noche de ‘Stock de Coque’, el libro en el que Hergé hizo llegar a caballo a Tintín y al capitán Haddock a Petra treinta años antes de que Spielberg hiciera lo mismo con su Indiana Jones. Lo del libro no era Jordania –ni siquiera la Transjordania que fue hasta 1950- sino un país imaginario, el Khemed, con capital en una tal Wadesdah, pero eso era lo de menos. Lo de más era el malvado Allan amenazando al capitán Haddock con echarlo al agua des de la cubierta del mercante ‘Ramona’ recordándole que estaban en un mar Rojo donde ‘no faltan los tiburones’, el mismo mar Rojo donde chapoteaban aquellos niños delante mío. Era el ataque de los ‘Mosquitos’ mercenarios sobre el sambuk en el que los protagonistas querían llegar a La Meca para luchar contra los traficantes de esclavos y, como siempre, el regreso feliz al castillo de Moulinsart después del éxito de una nueva aventura.
El resto del grupo nabateo charlaba animadamente, pero yo apenas los escuchaba. Miraba las luces de Eilat y recordaba cómo deseaba de pequeño pisar los escenarios de las aventuras que leía en los libros de Tintín, y en el hecho de que era eso, justamente, lo que estaba haciendo aquella noche. Se lo debía a aquel niño que se llamaba como yo, y creo que de algún modo también a mi padre. Y ajustar las cuentas con ellos me hizo inmensamente feliz.
1 comentari:
Torno a felicitar-te i a donar-te les gràcies per la teva participació.
Abraçades!
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